domingo, 8 de noviembre de 2009

La visita (versión 52)


Carlos sujetaba fuertemente a Ana, trataba de tranquilizarla, pero Ana, sofocada como se sentía ya no podía correr, las imágenes de meses pasados hacían marejadas en su mente, no sabía que era peor, si haber sobrevivido a aquella tragedia para vivir esta nueva o estar atrapada en este infierno que se cierne en su espalda. Sentía el fuego abrasador, sentía a Carlos agarrándola fuertemente de su cintura y manos, sentía los jadeos y gritos de las personas que con las que minutos antes había apenas convivido, sentía el dolor de terminar así su vida, su viaje tan esperado, el viaje que Carlos y ella merecían con creces.

El Enólogo y la persona de seguridad se abalanzaron sobre la puerta, tenía años de no abrirse, daban patadas, le pegaban a la manija, nada se movía. Los gritos de ellos se unían a los de los otros a quienes el fuego tomaba en sus brazos. ¡Abre maldita sea! Gritaba el Enólogo. ¡Empuja, empuja fuerte! Los minutos se hacían eternos, las llamas cada vez más cerca devoraban todo a su paso. Así seguían empujando, empujando, hasta que de pronto la puerta cedió, la bocanada de aire limpio les dio en la cara, al igual que una oleada de calor. Se precipitaron todos contra la salida, las llamas prendían algunas espaldas, entre ellas la de Carlos que al sentirlo se abalanzó contra Ana, Carlos, Carlos, ya estamos por salir, Ana lo abrazó como pudo, veía las llamas crecer ante sus ojos, al llegar al umbral de la puerta sintió un jalón y unas manos, la ayudaron y sacaron a Carlos y al resto de gente que quedaba, tumbados los cuerpos sobre la fría grava, que se llenaba de quejidos y llantos, las llamas seguían consumiendo aquella bodega, llenaba el techo y los jardines de los costados.

Hay que levantarse, ¡vamos! Dijo el de seguridad, que al verse a salvo retomaba su voz de mando. ¡Vamos, vamos!, estamos vivos, hay salir de aquí, corramos para allá, ahí no llegará el fuego.

A gatas, ayudados por otros, sintiéndose arder, llorando profusamente, y Ana creyendo perder la razón a ver a su amado que apenas podía respirar, trataba de moverse con él hacia donde le decían.
Se escuchaban ya las ambulancias, bomberos que llegaban, volviéndose veía como se desplegaban para sofocar aquel incendio tan atroz, paramédicos corrían hasta ellos, cargados de botiquines que se tambaleaban como si bailaran.

Ana al verlos se echó a llorar y le decía: ¡Carlos, amor, amor, aquí están los doctores, te van a curar, resiste amor! Carlos había perdido la conciencia ante el dolor. Ana le besaba la mejilla, veía su cuerpo quemado, desfigurado, no quedaba rastro de lo que había sido.

Permítame, por favor. ¿Está usted herida? ¡No, no cure a mi esposo, por favor! ¡Cúrelo! Haremos lo posible. Una ambulancia llegó hasta ahí, pidieron por radio un helicóptero, empezarían a trasladar a los más graves.

Ocho meses después, yacía Carlos en su cama, recostado sobre su lado derecho veía hacia la ventana, un colibrí se había posado en ella. Ana entró trayendo la comida, Carlos mi amor, es hora de cenar, te he preparado tu platillo favorito, Ana no se percató que una lágrima salía de los ojos de Carlos. No quiero comer ahora, ¡léeme algo por favor!

Carlos quedó atado a la cama, el fuego aquel se había llevado su columna, sus ojos con los que admiró aquellos paisajes de Toscana, el cuerpo de Ana cuando se desvestía, el día de su boda, la esperanza de empezar otra vida juntos.
Léeme Ana, por favor.

Si amor, te leeré este poema que me gusta y que recién encontré, es de Antonia Alvarez se llama “Besé tu risa”:

Y besé en tu boca todos los amores,
los amores lentos y amores tardíos,
los amores blancos de los labios fríos,
los amores rojos de calor y ardores.

Y besé en tus labios todas las sonrisas,
las sonrisas grandes de ancha primavera,
las sonrisas tristes de dolor y espera,
las de mundos hechos a quietud y a prisas.

Entre cada verso, las lágrimas de Carlos corrían, había sentido ese día como sus fuerzas se habían ido, como el cansancio de vivir así había sucumbido con toda su fe. Veía los labios de Ana y le parecían bellos como desde el día en que se casaron. Su voz melodiosa, había vuelto a ella el ánimo y sabía que toda su energía era para él. Antes de terminar el poema, Carlos cerró los ojos, las lágrimas se habían detenido.

Besando tu risa, besando tu boca,
he besado el tiempo, te escondí en el alma,
navegué los mares de un corazón preso,

Inquietudes tibias de ternura loca
presagiaron lunas de azogue y de calma,
cesaron las voces..., y aconteció el beso.

Ana lo besó en la frente, y se recostó con él, lo abrazó intensamente por última vez y le repitió al oído: Besando tu risa, besando tu boca, he besado el tiempo, te escondo dentro de mi alma.

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