domingo, 29 de noviembre de 2009

La visita (versión 30)


Una lluvia fina heló la esperanza de quienes deseaban un baño en la playa esa mañana. Media hora más tarde, con pocas ganas, salían en coche para visitar una bodega. Aquella visita cambió sus vidas. A él le gustaba el vino y a ella no. Y aunque estaban en los primeros días de la luna de miel, Sandra vió que desde el momento mismo del compromiso, aumentaban vertiginosamente en ella aquellos celos respecto a todo lo que representaba ese mundo para él. José no se daba cuenta, pero sí. Las aficiones nos acompañan en la vida, establecemos con ellas una relación íntima, no se trata de una persona, de un animal, de un trabajo, es algo diferente, que llega al corazón, o a un sitio muy cerca, siempre es una relación íntima, aunque su manifestación pueda ser más o menos pública. José no tenía muchas ganas esta vez de vino, quizás, porque aunque no era consciente, sí que sentía que Sandra no estaría dispuesta a compartir su vida con él... y el vino, y aguantar así se podía hacer insoportable, le asaltó la duda esa mañana, cuando arrancaba el coche, recordó más tarde.

La bodega estaba en un pueblo, en el interior, habían llamado, improvisando, habían quedado y para allá iban. Durante el viaje, silencio, ella dispuesta a cumplir con el trámite, él debatiéndose entre su felicidad y la de ella. Al bajar del coche en ese pueblo, salió el sol, y se nubló la mente de Sandra, ¡qué cruz!, con lo bien que estábamos en la playa, aquí, perdiendo el tiempo, probando una vez más los mismos 'caldos'(esa palabra le gustaba a Sandra), porque los vinos eran eso para ella, caldos. Repetitivos, blancos por blancos, tintos por tintos, que si color, que si fruta, que si plátanos, que si peras, que si fresones salvajes del caribe. Y lo peor era que Jose se volvía loco, buscando botellas, consiguiendo etiquetas, oliendo y oliendo, catando y catando, con los colegas del grupo de cata, yendo a vinotecas como quien va a la iglesia, releyendo las cartas de los restaurantes(pero... ¿vamos a comer?), ahorrando a escondidas para aquella botella, que a veces, no se bebía, se guardaba. Hasta las botellas vacías empezaban a ser un problema. A Sandra le parecía una afición de locos fetichistas, que se encuentran con snobs, ricos nuevos y viejos, con ropa de marca, que enseñan sus bodegas como quien presume y te dice “mira capullo cómo hago el vino”. Aquel día ni eso, la bodega estaba en los bajos de una casa, llamaron y un chico de unos cuarenta años les abrió la puerta.

Al principio Sandra no quiso copa, “ya beberé de la de mi marido”, dijo. Pero el chico insistió, era agradable y tenía un brillo en los ojos cuando hablaba de vino, y lo mezclaba todo, la viña, la tierra, el vino, ella no había visto mucha gente así. Y le dijo que a ella el vino no le gustaba, “¡mejor!, prueba esto, es vino” contestó el chico, “¿Y los otros?” dijo Sandra, “Lo otros no sé”, respondió el bodeguero. Jose no daba crédito, estaban probando vinos, vinos que no había probado antes, sí, en todos había un contacto con el vino que ya conocían, pero esos iban más allá. Despertaban sentidos, recuerdos de niñez, olores y sabores nuevos. VINO. El bodeguero les daba a probar todo, abrió para ellos varios vinos diferentes. A Sandra le gustó uno, y mucho, se llevaron unas cajas, y se fueron a la playa. La comprensión había llegado, en el momento más delicado.

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