domingo, 29 de noviembre de 2009

La visita (versión 17)


Una lluvia fina heló la esperanza de quienes deseaban un baño en la playa esa misma mañana. Media hora más tarde, con pocas ganas, salían en coche para visitar una bodega. Aquella visita cambió sus vidas.
Primero fue el viaje mismo, aquel itinerario entre filas interminables de viñedos que, a ambos lado del río, se extendían hasta las estribaciones del apartado valle. Había escampado y un tímido sol comenzaba a asomar de vez en cuando entre la tupida cortina de nubarrones, un sol que desparramaba sus infinitos rayos sobre la tierra mojada y que, al acariciar con ellos las gotas de agua acumuladas en las hojas de las parras, producía un sinfín de diminutos reflejos que hacían del valle un lugar de ensoñación, un sitio en el que los sentidos parecían agudizarse para poder percibir toda la belleza allí reunida.
La carretera, estrecha y serpenteante, con sus deslavadas líneas blancas y sus escasas señales que anunciaban alguna que otra pronunciada curva, resquebrajaba por momentos el verde inmaculado de los viñedos y conducía hasta el palaciego edificio que, según recogía un amarillento papel que Jacinto había encontrado entre las hojas de un antiguo volumen que trataba sobre la elaboración del vino, escondía en sus vetustas entrañas de roca una bodega que, por otra parte, las guían actuales no mencionaban en ninguna de sus numerosas y coloridas páginas.
Jacinto y Marisol descendieron del cómodo monovolumen y, durante un buen rato, contemplaron la portentosa fachada del pequeño palacio. Luego, tras realizar las fotos de rigor, subieron unas coquetas escaleras de mármol, flanqueadas por recargados y blanquecinos balaustres, y penetraron en un solemne vestíbulo que otrora fuera pisado ocasionalmente por gente de alta alcurnia, poderosos condes y duques que, entre otras potestades, tuvieron la de saborear el exquisito caldo elaborado en aquellos apartados parajes.
Un tipo alto y enjuto, ataviado con una especie de frac raído de un color difícil de precisar, salió presto a su encuentro y, después de hacer una pequeña reverencia, les dijo con pausado tono:
-Sean ustedes bienvenidos. Hace mucho tiempo que nadie nos visitaba. Para mí, será un verdadero placer ser su cicerone y enseñarles, en primer lugar, nuestra magnífica y antiquísima bodega. Cuando la vean, enseguida comprenderán que se trata, sin ninguna duda, de un lugar único, y, en cierta medida, me atrevería a decir que, para ustedes, posiblemente turbador. Hagan el favor de seguirme.
Una empinada escalera de caracol, excavada en la misma roca, les condujo hasta un pasillo solamente alumbrado por varias lámparas empotradas en la pared. Al final del pasillo se veía lo que parecía ser una enorme puerta hermética, que fue abriéndose poco a poco cuando el encorvado cicerone accionó un diminuto mando a distancia.
La bodega, tenuemente iluminada, ocupaba un sótano amplísimo. Las altas filas de barricas parecían no tener fin. Fueron caminando por aquellos silentes pasillos hasta que llegaron a una enorme cuba cuya madera presentaba un color mucho más oscuro que el resto.
-Ésta es la verdadera joya de la corona –reconoció el cicerone, a la vez que señalaba la ennegrecida cuba-. En su interior reposa el primer caldo que, hace muchos siglos, produjeron estos viñedos. Es la esencia misma de la vida... Si su corazón en verdad lo desea, pueden probarlo. Pero les advierto que, de hacerlo, nada volverá a ser ya como antes.
Cuando, confundidos, Jacinto y Marisol abandonaron aquellos ignotos parajes, algo había cambiado en su interior. Durante los siguientes años, intentaron regresar a aquella extraña bodega, pero jamás volvieron a encontrarla. Hoy son unos amantes del enoturismo que visitan las más variadas bodegas en busca de aquel quimérico caldo que una vez probaron y que, por unos instantes, les trasladó hasta un tiempo perdido en el mismo tiempo, una edad sólo dominada por los sentimientos primigenios y la esencia de las cosas.

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