domingo, 29 de noviembre de 2009

La visita (versión 10)


Una lluvia fina heló la esperanza de quienes deseaban un baño en la playa esa mañana. Media hora más tarde, con pocas ganas, salían en coche para visitar una bodega. Aquella visita cambió sus vidas. La idea había sido de Adela, Francisco sólo se limitó a acompañarla sin chistar; él hubiera preferido quedarse en el hotel para disfrutar de las comodidades de la habitación. Recorrieron el trayecto que los separaba de la bodega; distendidos, entreteniéndose con comentarios fútiles y embelesados por el paisaje. La reputada viña de C’an Vidalet quedaba al norte de la isla sobre un promontorio frente al Mediterráneo. Hacia el sur las vides eran como una gran alfombra brillante apenas ondulada por la brisa.
¿Qué harían en una bodega?, el interrogante fue dilucidado casi de inmediato. Una charla explicativa sobre la empresa y la familia fundadora, la conquista y adecuación de las tierras, algo de la historia del vino y una decena de datos que a Francisco le resultaron carentes de toda importancia. Sin embargo Adela seguía atenta y parecía estar muy interesada.
El guía continuó recitando cual autómata los pormenores de los cultivos: Chardonnay, Sauvignon Blanc, Merlot, Syrah y otros. Todo resultaba muy monótono hasta que a Francisco algo le llamó la atención y lo entusiasmó: el anuncio de una cata. Él no era lo que se llama un sommelier pero le agradaban los vinos y tenía especial capacidad para reconocer los mejores.
Levantaba las copas con cuidado, los miraba a tras luz para luego degustarlos cómo sí en su boca se deshiciera la más exquisita y exótica de las frutas. Hasta ese momento ninguno de ellos era digno de ser destacado, quizás el genio que llevaba esa mañana saboteaba el juicio de Francisco; hasta qué cogió la copa del Syrah. El sol pareció desprender destellos a través del vino y unos hilos caprichosos e imperceptibles dibujaban extrañas figuras sobre la concavidad de la copa. Tomándola firmemente desde el pie le dio varios giros, cerró los ojos, aspiró profundamente y se dispuso a beberlo. Quizás nunca debió hacerlo. El recuerdo de ella lo invadió, amable, sabroso e indeleble. Seguidamente percibió ese profundo aroma a frutas silvestres que tenían sus cabellos aquel día de primavera cuando la conoció. Separó de su boca la copa por un instante para ver el contenido rojo del Syrah, rojo como sus labios, intensos, refinados. Esos labios que parecían haber sido creados a medida de los de él al igual que sus besos, largos, profundos…sus besos. Ella lo había besado cómo nadie hasta dejarlo sin aliento y luego de cada entrega de su arte dejaba a manera de firma de autora otro pequeño, imperceptible… parecía decir: “éste es mi beso, único e irrepetible”. Bebió otro sorbo y recordó los quesos y los frutos secos salados mezclados con pasas de uvas que tanto a ella le gustaban. Por un instante creyó verla parada frente a él, sonriente, atractiva, con sus grandes ojos portadores de la mirada más inquietante que mortal alguno haya poseído. Estuvo a punto de pronunciar su nombre, ése que hacía tiempo en homenaje a ella sólo repetía en la intimidad cuando la melancolía lo abrumaba.
— ¡Paco, Paco…Francisco! —Adela lo llamaba Francisco cuando poca paciencia le quedaba— ¡Hombre!, ¿pero qué te pasa, estás tonto?
— Nada, nada ¿qué me va a pasar?, ¡quita mujer! —y mirando al guía continuó—, dígame caballero ¿podría comprar algunas botellas de este inigualable vino?
Desde entonces, al beber el Syrah, Francisco recibe la visita de ella y Adela, pendiente de esta situación, cree que su esposo necesita un tratamiento para dejar la adicción.

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