Una lluvia fina heló la esperanza de quienes deseaban un baño en la playa esa mañana. Media hora más tarde, con pocas ganas, salían en coche para visitar una bodega. Aquella visita cambió sus vidas. También la mía.
Por aquel entonces trabajaba en la bodega los meses de verano como mozo de almacén. Con ese dinero extra me podía permitir algunos caprichos el resto del año sin tener que sablear a mis padres. Además, me gustaba el ambiente de la bodega, con sus imponentes castillos de barricas, la mezcolanza de olores a roble y bosque salvaje, y el silencio monacal de las salas donde el vino meditaba su transformación.
La muchacha apareció entre el grupo de turistas atolondrados. Algunos aún llevaban puestos los bermudas y el fiasco de un día sin playa se les notaba en la cara. Por el contrario, ella irradiaba una placidez letárgica impropia de una adolescente.
Su sosiego contrastaba con mi excitación. Me pareció un ser virginal, una nativa inmaculada, el mejor fruto donde pecar. Y es que por aquel entonces, la verdad, yo andaba en plena efervescencia.
Mi oportunidad se presentó al quedarse rezagada del grupo. La encontré inclinada sobre una barrica con la oreja pegada a la madera.
–¿Escuchas algo? –pregunté. Poco había que escuchar allí dentro, pero me hice el ignorante para no parecer pretencioso.
Ella se sonrió y siguió con la oreja pegada a la barrica. Luego me sorprendió con aquel comentario:
–Escucho el viento que un día sopló entre las vides, la lluvia que refrescó los frutos que aquí fermentan, el canturreo de los jornaleros tratando de hacer la labor más llevadera...
–¿Estás loca? ¿Me estás tomando el pelo? –le interrumpí.
La muchacha me agarró de la mano y me pidió silencio. Luego me inclinó junto a ella y me invitó a escuchar...
Ese día, con la oreja pegada a la barrica y sus labios a dos centímetros de los míos, pude escuchar la vida oculta que subyace sobre las cosas auténticas.
Las cosas auténticas se transforman en otras para mejorarse, como la uva en vino, pero conservan la esencia de lo que fueron. Las personas también nos transformamos. Yo tuve la suerte de encontrar aquel día la barrica donde hoy reposa mi madurez. Y cuando el mundo se nos desdibuja alrededor por los sinsabores de la vida en pareja, nos acurrucamos el uno junto al otro con el oído presto. Entonces llegan desde muy lejos las suaves risas de aquellos dos jóvenes que se besaron en los pasillos de una bodega, el susurrar de las primeras caricias, los hormigueos por la ocultación, el bullir de los años gozosos. Y esto nos basta para seguir fermentando nuestro amor.
FIN DE LA HISTORIA. Si buscas vivir una historia como la de este relato, te recomendamos dormir en un hotel bodega, en la Rioja, u otra región vinícola. Hay muchas opciones que están esperando.
Por aquel entonces trabajaba en la bodega los meses de verano como mozo de almacén. Con ese dinero extra me podía permitir algunos caprichos el resto del año sin tener que sablear a mis padres. Además, me gustaba el ambiente de la bodega, con sus imponentes castillos de barricas, la mezcolanza de olores a roble y bosque salvaje, y el silencio monacal de las salas donde el vino meditaba su transformación.
La muchacha apareció entre el grupo de turistas atolondrados. Algunos aún llevaban puestos los bermudas y el fiasco de un día sin playa se les notaba en la cara. Por el contrario, ella irradiaba una placidez letárgica impropia de una adolescente.
Su sosiego contrastaba con mi excitación. Me pareció un ser virginal, una nativa inmaculada, el mejor fruto donde pecar. Y es que por aquel entonces, la verdad, yo andaba en plena efervescencia.
Mi oportunidad se presentó al quedarse rezagada del grupo. La encontré inclinada sobre una barrica con la oreja pegada a la madera.
–¿Escuchas algo? –pregunté. Poco había que escuchar allí dentro, pero me hice el ignorante para no parecer pretencioso.
Ella se sonrió y siguió con la oreja pegada a la barrica. Luego me sorprendió con aquel comentario:
–Escucho el viento que un día sopló entre las vides, la lluvia que refrescó los frutos que aquí fermentan, el canturreo de los jornaleros tratando de hacer la labor más llevadera...
–¿Estás loca? ¿Me estás tomando el pelo? –le interrumpí.
La muchacha me agarró de la mano y me pidió silencio. Luego me inclinó junto a ella y me invitó a escuchar...
Ese día, con la oreja pegada a la barrica y sus labios a dos centímetros de los míos, pude escuchar la vida oculta que subyace sobre las cosas auténticas.
Las cosas auténticas se transforman en otras para mejorarse, como la uva en vino, pero conservan la esencia de lo que fueron. Las personas también nos transformamos. Yo tuve la suerte de encontrar aquel día la barrica donde hoy reposa mi madurez. Y cuando el mundo se nos desdibuja alrededor por los sinsabores de la vida en pareja, nos acurrucamos el uno junto al otro con el oído presto. Entonces llegan desde muy lejos las suaves risas de aquellos dos jóvenes que se besaron en los pasillos de una bodega, el susurrar de las primeras caricias, los hormigueos por la ocultación, el bullir de los años gozosos. Y esto nos basta para seguir fermentando nuestro amor.
FIN DE LA HISTORIA. Si buscas vivir una historia como la de este relato, te recomendamos dormir en un hotel bodega, en la Rioja, u otra región vinícola. Hay muchas opciones que están esperando.