domingo, 29 de noviembre de 2009

La visita (versión 9)


Una lluvia fina heló la esperanza de quienes deseaban un baño en la playa esa mañana. Media hora más tarde, con pocas ganas, salían en coche para visitar una bodega. Aquella visita cambió sus vidas…

En realidad Él hubiera ido al fin del mundo si ella se lo hubiera pedido. Lo malo es que era allí donde Ella deseaba enviarlo por aquella época. Eran diez años de amarse a escondidas. Ella se sentía patética por repetir la sempiterna historia de la secretaria enamorada del jefe que pronto (o sea, nunca) abandonaría a su esposa.
Aquel sería el último fin-de-semana-de-congreso al que le acompañaría. Además, el tiempo se estropeó. Un inesperado viento frío, impropio de la estación, terminó en aquella llovizna que volvía inútil el deseo de Ella de un baño en el mar (y daba esperanza al deseo de Él de otro baño en la inmensa bañera de la suite).
Fue esa contraposición de deseos la que les condujo, con desgana mutua, a seguir el consejo del recepcionista del hotel y visitar aquella cercana bodega.
El trayecto fue corto en kilómetros y largo en silencios.
La entrada al pago estaba bien indicada. Aparcaron el coche frente a un portalón antiguo coronado por la imagen en piedra de un dragón que, sorprendentemente, parecía sonreír.
Entraron rápidamente en el caserón para esquivar la persistente llovizna y se encontraron con un pequeño grupo de personas. Ocho pares de ojos rasgados les miraron con falsa simpatía. Allí plantados, los turistas japoneses saludaron con leves inclinaciones de cabeza y volvieron a concentrarse en ajustar sus cámaras fotográficas para inmortalizar la visita.
La consecuente falta de intimidad fue un alivio para ella. A él pareció no importarle.
Cerraron sus paraguas, respondieron a los “invasores” con los mismos movimientos de cabeza y las mismas falsas sonrisas y esperaron al guía.
Minutos después se abrió una pequeña puerta lateral y entró en la habitación un hombrecillo de aspecto insignificante que los miró con pereza y les preguntó si hablaban inglés. Ella, traviesa, se adelantó a cualquier movimiento de Él y asintió con la cabeza. Sin más, los diez “extranjeros” iniciaron la visita.
Ella se dejó envolver por el fantástico “spanglish” del lugareño y se dispuso a abrir un paréntesis en su melancolía que le permitiese disfrutar del momento.
Entonces pasó. Ella no sabría decir si fueron los vapores, los deliciosos olores de la madera de los toneles, la perfección de las botellas exquisitamente alineadas, la conmovedora historia de la familia fundadora del pago original partida en dos por la guerra civil, narrada sin embargo de manera monótona por el guía, o quizá la conjunción de todo aquello, pero algo sucedió en su interior…
La visita terminaba con una cata de los caldos de la bodega. El guía sirvió copas para todos. Sobre la mesa había vino blanco, rosado y tinto a partes iguales.
Él le pidió que cerrara los ojos un momento. Cuando Ella los abrió Él levantaba una copa de vino blanco frente a su cara. En su interior, entre las preciosas iridiscencias del líquido, se distinguía perfectamente un anillo dorado rematado por un enorme brillante. Él sonreía, aunque estaba visiblemente nervioso. Ella lo miró durante un segundo eterno. Después tomó de la mesa otra copa de vino y se lo llevó a los labios. Cerró los ojos y se dejó invadir por aquel vino, aromático y muy afrutado que acarició su paladar y dejó una elegante sensación en su nariz.
- Hoy he comprendido que, en realidad, siempre me gustó más el tinto.
Se giró hacia sus compañeros de visita y les hizo una larga reverencia a modo de despida. Después salió de la casa y dejó que la lluvia la empapara por dentro y por fuera.

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