domingo, 29 de noviembre de 2009

La visita (versión 27)


Una lluvia fina heló la esperanza de quienes deseaban un baño en la playa esa mañana. Media hora más tarde, con pocas ganas, salían en coche para visitar una bodega. Aquella visita cambio sus vidas. Sus vidas de turistas, nómades, sin orígenes ni destinos, producto de las riquezas heredadas, de los hábiles manejos de la bolsa y negocios oscuros por el mundo. Sus vidas lejos de toda realidad, espacio y tiempo, en permanente fantasía. Sus vidas, cuando ya todos superaban los sesenta años.

Ataviados con sus ropas costosas, que chorreaban brillos y telas sin mezquindad, joyas, sombreros, calzado y bolsos en la misma sintonía, llegaron a la bodega, enclavada en un cerro verde oscuro, tan oscuro como el color de los olivares, donde hombres y mujeres de todas las edades trabajaban sin descanso.

Ingresaron al edificio, de estilo campestre antiguo, desordenados, desconociendo el silencio, imprestos a las explicaciones e instrucciones del guía, sólo haciendo alarde de las exquisiteces que les brindaba su mundo frívolo. El guía, fiel al entusiasmo de su tarea, entre otros aspectos, les hacía conocer el origen de la bodega, los pormenores de la cosecha de la vid, el almacenamiento de los vinos, su estilo, calidad, la importancia de los jóvenes, los blancos, los tintos, los añejos, de la madera y de los taninos. Mientras caminaban, los empleados atentos, bien dispuestos, los invitaban a degustar diferentes tipos de vinos, y se mostraban complacidos de responder sus preguntas, modificando, poco a poco, estas circunstancias el estado de ànimo que presentaran un rato antes este grupo de turìstas .

Finalizado este recorrido, el dueño de la bodega los agasajó con un almuerzo típico del lugar y con el mejor vino, el que guardaba estacionado en los sótanos desde sus primeras cosechas, ese que reservaba con mucho celo para las ocasiones especiales.
Los turístas, entre bocado y copa, le hicieron saber a este hombre, de mediana edad, de mejillas encendidas y ojos claros como el acero que, por primera vez se sentían transportados a un mundo donde jamàs ninguno de ellos había ido.

El guía antes de emprender el regreso, les propuso la última actividad, recorrer las plantaciones de vid, que tanto admiraron desde los coches al pasar por el valle.

Ya, en ese lugar, vieron a los obreros envueltos en ropas sencillas con las manos curtidas de tantas cosechas que cumplian con su faena, todos con gestos transparentes y buen talante en sus rostros, felices y alegres.

Ante la extrema belleza que exhibía ese cuadro humano la mirada de esta gente se detuvo con cierta melancolía. Se sintieron pequeños. Lejos de toda superficialidad, embargados por un instante de reflexiòn, talvés el que logra otorgar al hombre la naturaleza y un buen vino, asumieron los signos de una realidad, tan concreta como la lluvia fina y helada que caía sobre sus cuerpos. La vida ociosa, bajo tantos cielos, ciudades, playas y asfaltos diferentes les había hecho perder el tren de la cultura del trabajo. Lamentablemente, para todos ellos, obtener esa riqueza ya era demasiado tarde.

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