domingo, 29 de noviembre de 2009

La visita (versión 28)


Una lluvia fina heló la esperanza de quienes deseaban un baño en la playa esa mañana. Media hora más tarde, con pocas ganas, salían en coche para visitar una bodega. Aquella visita cambió sus vidas…
Mientras el auto se alejaba de la costa, Martín volteó la cabeza, una y otra vez, esperando que la impertinente llovizna cesara.
Cuando comenzaron a internarse en el valle, pronto el paisaje cambió. Al llegar, se asomaba el sol. Los interminables viñedos impresionaban por la perfección de los racimos.
—Mar de uvas —dijo Martín, jocoso.
—Mar de hojas de vid haciendo olitas con la brisa —respondió Ana, la madre.
A la puerta de la bodega, edificio de piedra del siglo XVIII, aguardaba una pequeña dos o tres años menor que Martín. A modo de saludo, suspirando, les dijo:
—¡Estoy muy aburrida!
El papá de Martín respondió preguntándole su nombre y si ella era la guía de ese lugar asombroso y legendario. La niña era desenvuelta pero se sonrojó y negó con la cabeza.
—Hay muchos vehículos. Sin duda, serán de gente que está recorriendo las instalaciones —dijo la madre.
—Claro, mis papás forman parte de ese grupo —dijo ella—. Yo fui también, hasta que pude escaparme. Si quieren les digo cómo alcanzarlos.
—Nos gustaría más que nos acompañaras.
—Hmm…Está bien —respondió y los llevó hacia adentro, trasponiendo varias puertas, cruzando salones espaciosos, subiendo y bajando escaleras, sin hallar ni rastro de la gente.
—¿Por qué no bajamos a los sótanos? —propuso Martín, y fueron.
Gigantescos toneles los intimidaron pues si hablaban, sus voces adquirían una extraña reverberación.
Seguían sin hallar al contingente. El padre de Martín, al salir de allí, corrió escaleras arriba y ellos detrás, y asomándose por uno de los balcones del primer piso, vieron azorados que ya no quedaba ningún vehículo en los jardines. La niña dijo:
—¡Se fueron! Esto ya me ocurrió y lloré hasta desbordar el mar —dijo, muy triste, con un hilo de voz.
—¡De modo que has estado aquí antes! —exclamó Ana, tratando de sacarle dramatismo al momento, pero la niña no respondió. Parecía tener la mente en otro lugar.
Entonces el papá propuso ingresar otra vez, recorrer con calma, ver los trapiches y algunas otras cosas de su interés para acortar la espera hasta que regresaran los padres de la pequeña. Y a modo de guía, fue contándoles él mismo lo que veían:
—Estas botellas antiguas contienen vinos añejos, más raros y escasos que las obras de arte o las monedas valiosas —dijo, señalando una vitrina en la sala principal.
Al cabo de una interminable galería, llegaron a un depósito donde se apilaban cientos de barricas, más modernas y menos intimidatorias que los viejos toneles, y allí, Martín brindó un espectáculo histriónico que distendió los ánimos.
Luego Ana le preguntó a su esposo acerca de las diferencias entre los vinos alojados en barricas o toneles. Y así, conversando, llegaron a una sala circular con varias puertas, la niña comenzó a abrirlas; donde no se atrevían a ingresar por lo lúgubre del lugar, volvía a cerrarlas. De pronto, abrió una, cuyos goznes chirriaban, de par en par; un ruido intenso y un viento salobre los estremeció…, allí estaba el mar.

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