domingo, 29 de noviembre de 2009

La visita (versión 4)


Una lluvia fina heló la esperanza de quienes deseaban un baño en la playa esa mañana. Media hora más tarde, con pocas ganas, salían en coche para visitar una bodega. Aquella visita cambió sus vidas… y la de Toby.Apenas se detuvieron, Laura descendió, enfurruñada como una niña y echando pestes contra Carlos por haberla llevado a aquel santuario de borrachos. Eso no encajaba con su idea de unos días de vacaciones. Pero así era él; egoísta hasta las trancas cuando se trataba de algo relacionado con su afición al vino. Durante los dos años que llevaban casados, había intentado echarla a la bebida. O al menos era lo que ella pensaba cada vez que le escuchaba repetir: un vasito en las comidas es beneficioso. Pero se resistía. No quería animarle en su afición de visitar bodegas, asistir a catas de vino o gastarse de vez en cuando una pequeña fortuna en unas botellas de lo que él denominaba tesoro de vida.Carlos entró en las instalaciones con una visita guiada. Ella, fiel a su espíritu de contradicción, se sentó frente al mar de vides que se extendía hacia el horizonte. Contemplar el oleaje verde y dorado que provocaba la brisa sobre las hojas de las cepas, la llenó de paz.Una canción silbada suavemente le hizo girarse. Era un anciano que juntaba sus labios arrugados para emitir el sonido. Le acompañaba un pastor alemán de tan solo tres patas. El abuelo se sentó a su lado y el perro se acomodó junto a sus zapatillas blancas. Laura se sentía tan relajada que no le importó.—No eres de por aquí —comentó el viejo—. Y tampoco parece que te guste el vino —añadió, señalando con la cabeza la entrada a la bodega.—No sé si me gusta —reconoció.—¿Y los perros? ¿Te gustan los perros?—Por primera vez estoy cerca de uno —admitió alzando los hombros.Carlos, arrepentido de haberla dejado sola, abandonó la bodega antes de finalizar la visita. Encontró a Laura en el lugar en que la había dejado, pero con compañía y una botella de vino en las manos. La observó de lejos, pensativo. Reconocía que al casarse se había convertido en una protestona insufrible, pero la entendía. Sabía que lo hacía porque temía ceder una primera vez, para terminar siendo como su madre, que hizo dueño y señor de su voluntad a su marido en cuanto pronunció el sí. Por más que intentaba demostrarle que él era otro tipo de hombre, a ella le horrorizaba claudicar ante la trampa del amor y la devoción. Hacer siempre su voluntad sin consultarle le hacía sentirse más fuerte, pero él sabía que esas solitarias victorias también la hacían desgraciada.Se acercó despacio y se sentó a su lado. La miró con la adoración con la que llevaba haciéndolo desde que la conoció.—Te quiero —le susurró, bajito.—Me acaban de regalar un perro —para sorpresa de Carlos, consultó—: ¿Podríamos acomodarlo en el jardín? —Él asintió con la cabeza mientras le sonreía—. También me han regalado esto —alzó la botella y enarcó una ceja—. ¿Podría ponerla junto a las de tu colección?—Nuestra colección, querrás decir.—Eso. Nuestra colección. ¿Podré?—¿Piensas echarte a la bebida? —bromeó.—Nunca es tarde —dijo riendo—. Me acaban de contar... —miró a su izquierda, pero el viejo no estaba. No entendía que con su cansado caminar hubiera desaparecido en un instante. Recorrió con la mirada el mar terrestre del que emergía el silbido del viento.—Te he echado de menos —musitó Carlos.—¿Ahí dentro? —preguntó, extrañada.—Aquí dentro —corrigió, cogiéndole la mano y colocándola sobre su propio corazón—. Aunque nunca pensé que regresaras acompañada por... ¿Tiene nombre nuestro perro?El silbido del viento regresó a sus oídos. Ella sonrió.—¿Te parecería bien llamarlo Toby?

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