domingo, 8 de noviembre de 2009

La visita (versión 42)


Una lluvia fina heló la esperanza de quienes deseaban un baño en la playa esa mañana. Media hora más tarde, con pocas ganas, salían en coche para visitar una bodega. Aquella visita cambió sus vidas… Los cuatro veraneantes fueron invitados a esperar la llegada del guía en una amplia sala que, con su bóveda enladrillada y sus mesas de madera oscura, presentaba un aire medieval.


Allí, hasta veinte o veinticinco visitantes escuchaban con atención el relato de un clérigo seglar que decía llamarse Gonzalo, quien, al terminar su narración rimada, que, a punto fijo, le tenía espoleada la sed, dijo de aquélla: “Bien valdrá, como creo, un vaso de buen vino”. Celebraron la ocurrencia todos y todos le convidaron a beber en su compañía. Sentóse a una mesa elegida al azar y, allí, una vieja alcahueta, Celestina, ligeramente barbada, le escanció tinto de la tierra. Una voz sentenció: “Es muy cortesano el vino en estómagos honrados”. La voz provenía de un varón de edad mediana, abundoso cabello con ondulaciones, poblado mostachón y bien cuidada perilla; vestía de riguroso negro, excepto la almidonada golilla blanca; quedó sonriendo detrás de las antiparras y del lagarto de la Orden de Santiago bordado sobre el pecho, mientras capa y chapeo descansaban sobre un taburete: se trataba de don Francisco de Quevedo, celebrado poeta cojitranco y putañero. Por si las palabras de éste no fueran suficientes, Celestina hizo, de corrido, larga enumeración de las virtudes del zumo de cepas; después, en más baja voz, comentó algo que provocó las carcajadas de Elicia y Areúsa, las dos jóvenes rabizas que la acompañaban, mozas muy alejadas de parecer, por ademanes y vocabulario, maturrangas de alto copete: “Jamás me acosté sin comer una tostada en vino y dos docenas de sorbos, por amor de la madre, tras cada sopa”.

Aún la echacuervos no había concluido cuando un hombre se presentó como Lázaro, hijo de Tomé González y Antonia Pérez, y empezó a contar una aventura de los años en que, siendo niño, sirviera a un ciego y tratara inútilmente de hurtarle sólo unas cuantas gotas de su jarro. Mientras, un tal Sancho, labrador de muy escasas luces, “de cuando en cuando empinaba la bota con tanto gusto que le pudiera envidiar el más regalado bodegonero”, y, ante la cada vez mayor frecuencia de los tientos, su señor don Alonso, apellidado Quijada, o Quesada, o Quijana, seco varón de rostro enjuto y complexión recia, con edad de unos cincuenta años, hubo de advertirle: “Sé templado en el beber, considerando que el vino demasiado ni guarda secreto, ni cumple palabra”. Y un cura, arcipreste por más señas, gozaba, sin ocultación alguna, de la camaradería de una serrana apodada La Chata, hembra de buen ver, y de una jarrica mediada de zumaque: “Es el vino bueno en su misma natura, muchas bondades tiene si se toma con mesura”. Poco a poco, el corrincho se fue diluyendo como azucarillo en agua. Cada uno de aquellos extraños personajes iba saliendo, solo o en compañía, sin decir adiós. Cuando sólo quedaron en la sala los cuatro turistas, dos hombres y dos mujeres de edades indefinidas, apareció el guía de la bodega, quien, después de saludarles, invitó: -Acompáñenme, por favor. Uno de los caballeros intentó ser amable: -Excelente la representación. -¿Qué representación, señor? -La que aquí acaban de ofrecernos. -No le entiendo. Aquí no había absolutamente nadie. -Claro, acaban de marcharse todos. -Señor, nadie ha salido de aquí. Los cuatro se miraron con estupefacción. Jamás habrían podido sospechar, ni en sus más disparatados sueños, que acudir a una bodega supusiera el traslado a siglos anteriores. La lluvia les había frustrado el baño y aquella visita cambió sus vidas, porque, en adelante, ya no fueron capaces de trazar la frontera que separa realidad y ficción, y ya nada tuvieron por imposible…

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