domingo, 29 de noviembre de 2009

La visita (versión 11)


Una lluvia fina heló la esperanza de quienes deseaban un baño en la playa esa mañana. Media hora más tarde, con pocas ganas, salían en coche para visitar una bodega. Aquella visita cambió sus vidas para siempre.

Yo había empleado tanto tiempo y dinero en terapias ineficaces, en libros de autoayuda, en citas a ciegas, en viajes para escapar de mi rutina vital… Me apunté a estas vacaciones sin fijarme en el itinerario. Este año ni siquiera mi prima me acompañaría, me daba igual ir a un sitio que a otro, sólo aspiraba a pasar unos días tranquilos en la playa, aderezados con alguna escapada cultural. Pero aquel día gris programaron una visita a una bodega cercana y, aunque no me crea nadie, lo confesaré, ¡yo no había probado el vino en mi vida! Otras bebidas alcohólicas que mis amigos me obligaron a ingerir a altas horas de la madrugada, lo único que me habían producido eran ganas de vomitar. Desde pequeña tuve miedo del vino. Rojo como la sangre, prohibido por mis mayores. Miedo a perder el control, a reaccionar improvisadamente, a no planificar de antemano. Mucha gente me consideraría una persona de costumbres aburridas. Siempre que comía en un buen restaurante, a la hora de elegir la bebida elegía “agua mineral”. Por eso la idea de visitar la bodega me inquietó desde el principio, aunque rápidamente pensé en rechazarlo cuando me lo ofrecieran, como de costumbre. El problema surgió cuando un hombre moreno, de ojos profundos y voz suave, fue explicando el proceso por el que las uvas llegan a convertirse en aquel elixir delicado. Poco a poco la oscuridad, el eco, el olor de la tierra mojada fue invadiendo el ambiente. Cada vez me encontraba más intranquila, mis temores se estaban agolpando en mi mente hasta que se toparon contra una copa que él me ofrecía. Nunca había sentido su aroma de aquella manera. Cogí la copa sin pensarlo, cuando él me la ofreció no pude rechazarla… sólo un sorbo no me pondría en peligro… levanté la copa para inclinarla y admirar su tonalidad y consistencia como hacía ese hombre que no paraba de mirarme fijo a los ojos. Él se la llevó a la nariz y luego a la boca, paladeó un trago y se humedeció sus jugosos labios con aquel líquido rojo intenso… o lo pruebo ahora o nunca. Y le imité, y tomé un sorbo, y estalló en mi paladar, y mi cerebro se puso a dar vueltas por toda la estancia, y el ruido de las copas cesó, y el instante se prolongó mientras mis ojos se cerraban, mis oídos zumbaban y mi paladar desfallecía de placer.

Para él era una visita más, como cada día laborable, era su trabajo, guiar grupos por la bodega que le había contratado y explicarles todo lo relacionado con el arte de la elaboración del vino, aquello a lo que dedicaba sus horas, aquello que le impulsaba a seguir viviendo a pesar de sus fracasos personales. Pero ese día fue diferente desde el comienzo, una fina lluvia, inusual en aquella época del año, añadió un toque melancólico a aquella mujer que con su gorrito de lluvia intentaba cubrirse los rizos castaños que se le escapaban. Desde el principio se fijó en ella, su belleza contrastaba con su torpeza social, con el asombro de todo lo que le explicaba y veía, como si viniera de otro planeta, sus inocentes preguntas sobre lo que se podía sentir al probar de tal o cual barrica y su reacción al catar el gran reserva que le ofreció. Decididamente se volvió loca y le contagió su locura.

Y así han vivido desde entonces, intentando sacar adelante la pequeña bodega que compraron y rememorando a diario entre cubas y copas, aquel improvisado primer sorbo de ella.

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