domingo, 8 de noviembre de 2009

La visita (versión 45)


Una lluvia fina heló la esperanza de quienes deseaban un baño en la playa esa mañana. Media hora más tarde, con pocas ganas, salían en coche para visitar una bodega. Aquella visita cambió sus vidas…Cristina, o Cristy, como la llamaba su novio canario, andaba de morros. No disimulaba ni un ápice su enfurruñamiento por no haber podido disfrutar de una soleada velada a orillas del Mediterráneo y tenerse que ver embutida en un cuatro latas camino El Penedés ¿Qué se le había perdido a ella en semejante pueblucho? Lugar que ni tan solo visitarían, pues iban flechaditos hacia la famosa bodega Torres.
No había recorrido cientos de kilómetros desde el centro de España para acabar visitando barriles y viñas. Pero ahí andaba ella, rodeada de sus mejores amigos argentinos, Federico y Lucía, a quienes guiaban por el país que habían venido a visitar desde el otro lado del océano Atlántico. Y si no había tradición playera, bien tendría que haber otra alternativa, había opinado Jorge, el susodicho novio canario. Desde Sitges, no tardaron más de media hora en llegar a las bodegas, que se habrían ante ellos con su verde ensombrecido por el día gris. Aún así, el espectacular paisaje llegó a impresionar hasta a Cristina, quien por un momento, dejó escapar una sonrisa. Era domingo, prácticamente las 12 del mediodía, y no habían reservado visita. Sin embargo, un grupo de seis jóvenes californianos, les animaron a que siguieran el recorrido junto a ellos, pues dominaban un poco el español y la visita se podría realizar con una mezcla de inglés y castellano. Todos aceptaron de buen agrado, excepto Cristina, a quien parecía fastidiar cada detalle. Inglés… pensó, encima hay que soportar una visita en inglés. Si yo fuese a Napa o Sonoma no creo que se dignasen a ofrecerme la visita en algo que no fuese californiano cerrado, cavilaba. Descendieron para ver las botas que almacenaban el vino como oro. La humedad se desprendía de las paredes, y Cristina se estremeció.
Un Viña Esmeralda, blanco, afrutado, delicioso en espesor, olor y sabor, fue lo que les ofreció el sumiller para catar una de las especialidades blancas. Siguieron el ritual de taste y la visita llegó a su fin. Sin embargo, entre todos propusieron descorchar algunas botellas más. Como algo poco usual y un tanto extraño, el especialista cedió a la petición de los californianos, que achacaron el éxito a sus dotes persuasivas. Cristina había imaginado que comerían en algún restaurante de costa, una buena paella, algo de pescado o un tradicional pa amb tomàquet con carne a la brasa. Pero los planes volvían a torcerse para ella, reticente a todo por las malas vibraciones que recorrían su cabeza. Unas bandejas de queso seco, jamón ibérico con bastoncillos de pan, foie y mermelada de higos colmaban la mesa. Las mejillas sonrosadas iban bailando con el vino y las risas que entonaban californianos, argentinos y españoles se oían por gran parte de las bodegas. Hasta Cristina reía y lloraba; siempre de felicidad, siempre de alegría. El Fransola, el Viña Sol, el tinto Mas La Plana llenaban las copas.
El sonido del cristal chocando producía grandes estruendos y nadie abría podido objetar que la felicidad inundaba a aquellas 10 personas. Se abrazaban, bailaban, tomaban Sangre de Toro y reían. Como si de algo mágico se tratase, una agradable y apacible sensación bañó sus cuerpos.- Parece que esté flotando…- El cielo debe ser esto… Todos asentían al son de la felicidad, deslizándose entre los butacones y descansando sus ojos nublados mientras retozaban exhaustos en la moqueta del suelo. Horas más tarde un equipo forense estudiaba los cuerpos esparcidos por la sala de la Bodega Torres.- Todo indica que alguien introdujo alguna sustancia tóxica en el vino –anunció el sargento Cortázar a sus colegas.

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